jueves, 19 de noviembre de 2009

Conversando con un Habano

El día que me muera quiero que me quemen con un ramo de claveles rojos en mi pecho y un diente de león en mi mano izquierda, bien vestido, con esa loción que tanto le gustaba a mamá; y que mis cenizas sean lanzadas al aire para que se mezcle entre todo, para que todos me respiren, para que todos tengan un poco de mi tal como yo tengo un poco de todos.Mientras tanto, pensando con un habano en la mano y el humo en mi cara, me doy cuenta que no debí nacer en esta época, que uno de mis deseos es escuchar a Gardel sonando en un elepé mientras me quito el sombrero y leo en el periódico el revuelo que desencadenó la muerte de Gaitán. Sueños, sueños. Deseos lóbregos, oprobios, filáticos.

A mis dieciocho, quiero vestirme con cargaderas, coger mi guitarra e irme en compañía de Amelia a tocar tangos en el centro mientras la gente pasa indiferente, mientras nos escucha el que vende tinto, el que lee poesía urbana y el que embetuna los zapatos, mientras ella conversa con su Malboro, mientras yo cruzo miradas con un par de caras que quiero, mientras los buses pasan, mientras atracan a la señora que estaba parada en la esquina, mientras un par de enamorados se dan un beso al son del bandoneón en medio de la plaza, mientras sigue siendo Medellín.

A mis veintiuno quiero estar con Sofía en lo más alto de la torre Eiffel dándonos un beso por previo acuerdo, viendo los techos parisinos, el viento golpeando nuestras caras; quiero caminar por aquellas calles donde la humanidad se hizo, donde las revoluciones han funcionado, donde la libertad primó, donde los estudiantes hacen huelgas sin tintes terroristas, donde se pensó, donde se lloró, la capital de la humanidad a mi concepto. Quiero ir a Versalles a pasearme por los jardines donde María Antonieta se peinaba y sentir su aura que aún se pasea reclamando lo que le fue arrebatado; Paris, Louvre, Arco del Triunfo, Eiffel, amor, olor a perfumes estilizados que quieren esconder ese aroma a sangre que aún tienen sus calles.

Sueños, sueños. Infinidad de deseos lóbregos, oprobios, filáticos. Estar andando en bicicleta entre los puentes de Ámsterdam, entre el barrio rojo, entre los cafés y la gente; negarme a una proposición indecente de una vendedora de caricias argentina que me estaba mandando sonrisitas coquetas; sentarme con Gloria en el Central Park para ver las hojas amarillas del otoño caer, conocer Barcelona montado en un taxi, andar en una Vespa por todo Roma. Sueños, sueños. Infinidad de deseos lóbregos, oprobios, filáticos.

Mientras tanto, mi único deseo es no volverme a enamorar, conseguirme otro tabaco, que la tarde de mañana sea como la de hoy, que alguien guarde bien mi guitarra cuando ya no esté para tocarla, que el periódico aparezca una esquela mortuoria que diga “requiéscat in pace”, y que mis manuscritos sean la razón por la que me recuerden, porque ellos son lo único que de mí quedará, manuscritos que, como este escrito, no tienen punto final