lunes, 25 de marzo de 2013

Lo Micro y lo Macro

La dromología es clara con sus necesidades, y las impone como mandatos soberanos a quienes la alimentamos, sin saber que alimentamos la fugacidad de la propia existencia. Le damos de comer caviar y champán a nuestro verdugo, y con esa misma ingenuidad lo abrazamos queriendo televisores más grandes y celulares más pequeños, distancias más cortas y vidas más largas; y todo más rápido, los computadores, los carros, las conexiones, los estudios, todo. Esa luz al final del túnel es el fin del tiempo y nosotros, adolescentes de prudencia, corremos desesperados como quien quiere presenciar a modo de espectador lo que va a pasar, aún sabiendo que esta puesta en escena es más una dramaturgia simultánea que un film realizado en 16mm.

 Pero hay que hablar de lo micro y lo macro. Primero, es una eterna enemistad que no permite la existencia del uno sin el otro. Los ingenieros electrónicos estudian flujos microscópicos necesarios para la construcción de procesadores y gadgets que después, unidos a muchos otros, le dan movilidad a las máquinas más monumentales que se necesitan para la conclusión de tareas más rápidamente, más eficientemente, más austeramente, y por sumatoria de las anteriores, mejor. Es una discusión profunda y oscura, donde tomar partido es, más que una necesidad, una obligación ineludible, una forma de entender las cosas.

 Descomponer lo grande en pequeño es tarea de inquietos que cuestionan las partes de un todo, aún sabiendo que el todo es más que la sumatoria de sus partes. Se trata de quienes se abruman por lo mínimo, por lo cotidiano que puede llegar a ser el trato inesperadamente cómodo con el taxista que los lleva al trabajo, o el guiño lanzado por esa mujer linda que está atravesando la cuadra del frente. Son los ancianos que le cuentan a sus nietos las aventuras que vivieron con sus amigos, los jóvenes que viven el momento, son la vida descompuesta en momentos, son un eterno presente, las circunstancias, los impulsos, el ya. Son aquellos de las torturas cortas, punzantes y constantes, los que no se acostumbran, son aquellos que enarbolan la bandera contra la rutina, son los meticulosos con lo que miran, los que detallan todo y los afecta todo, claro, porque fijarse en todo también incluye entristecerse con todo lo malo que hay alrededor y alegrarse con lo maravilloso que es todo. Bipolaridad dirán algunos, pero es más preciso llamarlo sensibilidad y adaptabilidad frente al presente, que es finalmente lo palpable de la vida, la vida desde el realismo, la vida positiva, el vivir precisamente mientras se está viviendo.

 En contravía, la ocupación de lo grande es una empresa de calculadores y valientes, de los irreverentes que no se agachan frente al destino y prefieren que él los aplaste con la espalda erguida a que les perdone la vida por ocuparse de lo chico sin preguntarse por lo trascendental. Es una vida de héroes que consiguen diseñar su vida desde lo que realmente quieren, y de mártires que mueren en el intento. Es una vida de suicidas, de aberrados, de atrevidos, de los que se van all in. Son los que no se conforman con una mañana soleada en la eterna tormenta de los días y los que generalizan, los que redondean, los que buscan el destino final, los que van hacia donde quieren ir sin desviarse del camino por más tentador que pueda parecer. Por tanto, son los de las felicidades infinitas y las tristezas profundas, y los de la eterna ataraxia, los que van caminando comparando con el ayer y pensando en el mañana, los que se preocupan por una vida después de la vida, los que se rehúsan a dejar de vivir después de vivir.

 Los unos son más intensos y cambiantes, mientras los otros, más pausados, buscan la funcionalidad del resultado final. Los que se dejan seducir por lo pequeño, se dejan enredar por amores pasajeros y pasan, de abrazo en abrazo, dejando los restos de su amor por doquier sin necesidad de sentirse mal, porque frente a la lucha contra las adversidades es mejor rendirse y entender que la vida es así y que hay que bailar al son que ella quiera, y si el mundo no conspira, pues no; mientras que alguien que sabe realmente lo que quiere, se pone inmediatamente la capa cruzada para defender lo suyo contra todo lo que se le venga, porque vivir una vida sin conseguirlo no es vida. Los primeros viven su vida fluyendo, y así el cauce se marca a su antojo y está bien, mientras los segundos viven la vida apuntando, y en caso de no lograr atinarle, era mayor la posibilidad de hacerlo si se apuntaba a si simplemente se lanzaban piedras sin razón.

domingo, 10 de marzo de 2013

La Vida es Cuestión de Método

Ella se montó en el primer taxi que frenó justo frente a sus pies, y después de una despedida sin rodeos ni pesares, ya se había ido. Los eventos desafortunados que sucedieron a ese momento los podría contar por cientos, pero no vale la pena detenerse en historias tan importantes y carentes de sentido para mi entendimiento tan diezmado y aturdido después de ese día.
Ojala no hubiera frenado ningún taxi, aún sabiendo que ella y su dulzura logran lo que sea; en cuyo caso habría sido mejor desear que ella hubiera tenido un día de esos en que la amargura inunda el alma, pero en esa situación algún taxista se habría percatado del rastro de su sonrisa en su rostro apretado, claro, porque hay gente que es incapaz de fruncir el ceño sin parecer haciendo muecas: hasta la amargura bien tenida se logra con práctica. Ojala entonces hubiera empezado a llover justo en ese instante, y así esa ley física de los taxis en las ciudades grandes habría aplicado y hubiéramos encontrado que todos, mágicamente, hubieran pasado ocupados.

 Nada conspiró, pero yo, siempre tan arrogante, no acepté la idea de que el destino es el que tiene la última palabra. Pensé en tomar el taxi que estaba detrás del suyo pero revisé mi billetera y claro, nada. Entonces pensé en correr. Corrí. ¿Correr para qué? Claro que sabía para dónde iba, pero si ella se había ido era por algo, y el gesto de ir tras de ella hubiera mostrado un apego obsesivo, lindando con lo tenebroso.

 La mejor decisión fue imaginarla sentada en ese taxi. ¿Qué habrán conversado? Quizá ella no aguantó el llanto y se regó, o quizá esperó hasta llegar a casa y llamar a su amiga, o quizá bailó para sudar su pena y seguir como si nada. Yo solo espero, desde la esperanza más que desde la quietud, que algún día un taxi de tantos que pasan por la ciudad pare frente a mi balcón, y que sea ella quien se baje de él. Total y mi vida siempre se ha basado en la esperanza, que para tenerla bien tenida, también exige práctica.