lunes, 3 de octubre de 2011

Fermentación.

Si bien había luna encima de mi nariz, no fue precisamente un día de enero. Tampoco me interesa hacer juicios del tipo de juicios que son costumbre por estos días de que esas señas de abducción barata eran indicios del némesis que se manifestaría.
(Némesis, qué palabra tan curiosa).
Sí, la nostalgia me acompaña de vez en cuando, es como los gatos malagradecidos que solo vuelven a casa cuando el capricho los embriaga, y pues bien, mis caprichos se ven identificados con los semáfaros en rojo y esas tardecitas de lluvia que nunca vienen mal. Quizá sea el bienechor rocío como riego santo, quizá sea el cielo llorando.
(Bienechor, otra palabra curiosa).
En todo caso no es que esté llorando, o que esté mal, sino que es una mera nostalgia como la piedra en el zapato izquierdo que se pasea todo el día entre la punta y el talón del pie justo el día que tengo que caminar por el downtown, o como el día en que en lugar de bañarme y después desayunar desayuno para bañarme;
Eso aturde cualquier día.

No es que esté mal. Se trata más de un aletargamiento mayúsculo, una dejadez que implica llevarme a la boca una o dos botellas de meditación fermentada mientras concluyo que la ingenua revolución del rock siempre me disgustó y que tanto tú querido lector como yo tenemos la razón, sin tener la verdad o sin perseguirla más allá de un par de besos en los pies de cualquier faraón de barrio con un Smith&Wesson en el cinto.

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