lunes, 4 de febrero de 2013

Carta Abierta

Partiendo de la realidad ineludible de que no soy nadie para estar dando consejos, estoy obligado a darle rienda suelta a todas las maquinaciones que me produce el estar amordazado sin más consuelo del que saber —confiar, para ser más preciso— que lo que me está pasando en este momento es una fiebre de mis sentidos, y que las cosas quizá no estén tan mal, que si están tan mal pueden mejorar, o que si no puedo cambiar nada, la infinita misericordia del universo hacia nosotros nos dotó de esa herramienta que tanto odiamos pero que es la única que nos puede salvar: la costumbre, la que nos pierde todos los días de lo que somos, comportándonos precisamente como somos.
 Por supuesto que es una decisión difícil escoger cuál es la respuesta más acertada cuando uno se sabe con el cañón apuntando justo entre ceja y ceja, y se convierte en algo casi religioso, ontológico, definitorio, una decisión inconmensurable y capaz de reducir hasta el último de los suspiros en plegarias para una muerte certera y piadosa, como también puede convertirse en el paraíso terrenal, o en el eterno vacío antes del totazo. Como se quiera, en cuestión de posturas ideológicas el menú es a la carta.

 Podríamos hacer como si nada estuviera pasando y darle la espalda a todo aquello que está incomodando para no caer en el existencialismo recalcitrante que hizo de Hemingway un tísico suicida. Podríamos entonces entrar en rutinas de autocontrol para calmar el estrés, tomar fluoxetina, ir a caminar los domingos en la mañana, evitar darnos muy duro en la cabeza con el ron que nos metemos los viernes en la noche y tomar leche caliente para que Morfeo nos lleve sin que nuestras cabezas logren escribir la historia de lo que pudo haber sido.
Adormecernos, comer poco, hablar poco, sentir poco y dejarnos inyectar anestesia por todo el cuerpo para que pase lo que sea que pase sin la autodestrucción ulterior. ¿Pero acaso adormecer los sentidos no es igual a vivir sin sentirse vivo?

 Podríamos entonces aferrarnos a que todo va a estar bien y pasar la vida pensando en que la tormenta cesará o que las nubes van a ganarle espacio al sol en el cielo, pero en el momento en el que la tormenta arrecie o el sol frite nuestros hombros, nos veremos frente a la tortuosa realidad de ser unos desdichados que después la historia borrará para poder contarle a los niños esas historias que nos hicieron creer a nosotros que había razones para ser optimistas.

 También podríamos acostumbrarnos. Pero no. Acostumbrarnos nunca, eso sería decir que no nos incomodara, y esa afirmación es entre muchos otros adjetivos, mediocre y pírrica. Indigna de nosotros los que nos molestamos en pensar qué hay que hacer en caso tal de que estemos maniatados por la desazón
La cura, o por lo menos la mía, es mandarle a usted estos abrazos en palabras. Abrazos torpes en palabras torpes. Es como abrazar el aire. Abrazar la vida para que se acuerde que acá, a este lado de la pantalla, está un alma en pena con la cabeza en alto y dispuesto a correr sin pies para socorrer a quien lo necesita.
Y a quién no lo necesita también.
Nadie necesita un abrazo tan mal dado.

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