Que se acabe el sendero del caminante frente al precipicio
es desconsolador, pero saberse en el fin tiene sus ventajas: uno se siente más
libre de las cosas que antes hacían sufrir, como si el ancla de la culpa se
hiciera -de repente- liviana frente al viento que infla la vela hasta llevar el
barco a buen puerto;
Pero también es ver hasta a la más heroica de las victorias como
un baladí deber cumplido, para evitar que por más que la vela se infle en mal viento el ancla no nos deje descubrir la tierra prometida y haga
de nuestras dichas y glorias un monumento al arrogante narciso.
Así, saberse en el fin es saberse en el pretil de la vida,
como asomándose a la puerta sin llegar a habitar los rincones de lo que
realmente significa el haber vivido, acobardado por la angustia del azar pero con la certeza de saberse seguro, imperturbable, en ataraxia.
Entonces, el lío está en el filo de la montaña, arriba del
barranco, donde solamente se tiene dos opciones: o se devuelve en sus pasos
como queriendo borrar la identidad y quedarse en la comodidad del pudor de la
vida sin sus juicios; o se tira por el despeñadero y se atiene a la grandeza
del vuelo donde se ve todo como los dioses, y lo doloroso tras pararse del suelo para hacerse recordar la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario